Los países surgidos en territorios alguna vez colonizados tienen una identidad particular. Naciones construidas sobre una tierra arrasada, oprimida, cuyos ancestros fueron desplazados, reemplazados, y hasta en algunos casos, despigmentado su color de piel. Los nuestros son pueblos con una ascendencia biológica muy distinta a su esencia, a sus raíces. La historia de nuestra tierra fue truncada deliberadamente; y así, una tarde de primavera de un calendario ajeno, otras culturas, otras lenguas, otras ideas, otras creencias y otra tinta reescribieron sobre la memoria de un pueblo y cambiaron el curso de la historia. Esa tarde de primavera, comenzaba a escribirse el destino de cientos de pueblos originarios que lo ignoraban.
Aunque suene inconcebible, los colonizadores se propusieron y consiguieron desterrar decenas de dioses vinculados con la naturaleza, por un dios único, omnipotente, arbitrario. Lo consiguieron practicando, de forma avasallante, la ley de “creer o reventar” e hicieron de lo segundo su modus operandi. De este modo, comenzaba la pérdida del vínculo con la naturaleza, de la cual hablamos en la sección Medioambiente y Recursos Naturales.
Aquellos hombres, vestidos con telas delicadas, coloridas, obtenidas tal vez por medio de la opresión a algún pueblo de oriente, acabaron con cualquier tipo de complicidad con la naturaleza, solo verían su rédito. Verían lingotes donde había obras de arte. Verían hogueras y empalizadas donde bosques.
Esos europeos que llegaron, quisieron transformar estas tierras en una extensión de la suya, y erigir en ellas un mundo homocéntrico, sustentado en el egoísmo y la codicia. El hombre blanco sembró en esta parte del mundo vicios, males y enfermedades europeas. Trajo la “civilización”, pero aplicó la ley de la selva. Se impuso no por su intelecto y su desarrollo, sino por su poderío bélico. No fueron sus ideas ni sus ideales, si es que los tenían, los que triunfaron; fueron la pólvora china y las armas de fuego. Los invasores europeos tergiversaron la historia, primero con la opresión y más tarde con la manipulación.
Europa escribió la historia y nos vendió los libros. Crecimos escuchando hablar sobre la maravilla de la Europa del progreso, de ese continente desarrollado, rico, de donde salían los inventos revolucionarios, donde podían conocerse palacios asombrosos, donde se fabricaban los relojes, las joyas y los vestidos más exclusivos del mundo. Pero nunca establecimos un paralelo entre una tierra arrasada y un pueblo oprimido y un continente desarrollado, prolífero. De las riquezas de nuestro continente no solo los países invasores se beneficiaron. Esas riquezas comenzaron a circular por toda Europa a través del comercio y del pago de deudas entre naciones. Sin embargo, lo que hoy conocemos como América, no fue el único continente que los europeos saquearon. Aunque con distintos matices, África y Asia corrieron una suerte parecida. Un continente próspero, industrializado, fruto de tres continentes usurpados, saqueados…
El daño económico causado por la colonización es difícil de dimensionar, pero hay un daño mucho más doloroso, mucho más profundo: el que comenzó con la primera gota de sangre aborigen derramada. Ese sentimiento prevalece en las entrañas mismas de los pueblos y corre en las venas de nuestra América Latina.
Mascarón de Proa te alienta a que leas la introducción de Las Venas Abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano. Un texto con verdades dolorosas, pero escrito con una prosa conmovedora, paradoja que solo un escritor con profunda comprensión y sensibilidad puede crear. “Ciento veinte millones de niños en el centro de la tormenta” nos habla de la opresión, del sometimiento de un pueblo a través de los siglos; del imperialismo y de la colonización, la de las tierras aborígenes y la de nuestras cabezas.
No pierdas la oportunidad de formar una nueva visión acerca de la identidad latinoamericana, o quizás, de plantearte por primera vez una mirada distinta a la eurocéntrica de nuestra historia y de nuestra existencia.
Editorial Mascarón de Proa